Por Jules Bandalf.
La noche comenzaba a cubrir las calles
con luces artificiales. El sol se ocultaba provocando varios matices en el
cielo. El problema en la ciudad es la densa capa de esmog que bloquea tales
acontecimientos.
Raymundo manejaba su taxi y llevaba un
par de horas sin encontrar pasaje. La luz roja del semáforo le hizo detenerse.
Una mujer misteriosa subió al vehículo en ese momento, en su manos llevaba un
maletín viejo y gastado. Sonó un “al metro XIII de la línea negra”. El verde
iluminó el crucero, y Raymundo acató la orden de aquella voz grave y femenina.
“Tiene suerte señora, hay poco tráfico
para ser viernes por la noche” Las palabras del taxista se impactaron contra un
muro de silencio. Extraño e incómodo momento; él había sido hábil para hacer
hablar a las piedras y hasta los muertos.
Llegaron al destino y la mujer pagó
ciento treinta y seis pesos con sesenta centavos. Abandonó el taxi, avanzó y se
perdió entre la mancha formada por la gente, la noche y el humo.
Raymundo echó un vistazo al asiento
trasero desde su espejo retrovisor. Ahí se encontraba el maletín. Sin dudarlo
lo pasó a sus piernas para revisarlo. Tenía un candado de combinación. Raymundo
saboreó el momento. Hacía mucho que no forzaba una combinación. Llegaron a su
memoria tiempos de gloria, cuando fue un excelente ladrón. Eso fue antes de su
decadencia en las calles, antes de los ajustes de cuentas, antes de la cárcel;
antes de su libertad condicional, antes de su matrimonio y sus hijos, antes de
renunciar a ese pasado para ser un padre honrado.
Esta vez no sería un robo. Esta vez era
el olvido de una pasajera. Raymundo imaginó un intento por alcanzar a la mujer
y devolverle el maletín. Un intento que no ocurrió. Un oficial se acercó a su
ventanilla y le pidió que se apresurara a avanzar. Raymundo murmuró algo sin
prestarle atención, estaba concentrado adivinando la combinación que revelara
los secretos del maletín. Un ¡click! le alegró el momento.
Abrió el maletín y observó un resplandor
cálido que lo hizo perder la noción del tiempo. En ese instante sintió que sus
glorias pasadas regresaban y que sus deseos se cumplían. Cómo en un sueño. De
pronto recordó su decadencia: el juego, las drogas y demás vicios. En ese
instante, se recuperó y regresó al presente. Alejó de un golpe el maletín, y
quedó cerrado nuevamente.
Raymundo sintió un sudor frío en su
cuerpo al experimentar de golpe tantas vivencias. Iba a tirar el maletín por la
ventanilla, pero la curiosidad lo invadió. “¿Habrá sido un olvido? ¿Habrá sido
una trampa? Este maletín llegó a mí… ¿Quién lo habrá enviado?”
Bajó del taxi, con el maletín en la
mano. El oficial continuaba ordenándole que se moviera antes de que mandara a
remolcar el vehículo. Raymundo sólo tenía una cosa en mente: alcanzar a la
mujer y pedirle explicaciones.
Raymundo era ágil, a pesar de su edad.
Se movía entre las personas cómo el agua se escurre entre las piedras. Llegó a
los andenes y vio a la mujer en la lejanía. Estaba por abordar el tren que
recién había llegado. Él se apresuró para darle alcance. Sonó entonces la
alarma del cierre de puertas, pero Raymundo estaba a un vagón de distancia.
Ambos entraron apresurados al tren. Ahí dentro, él se abrió paso entre la gente
hasta llegar a la puerta que comunicaba con el otro vagón. Se asomó por la
ventanilla y la buscó con la mirada. Ella estaba cerca de la puerta. Arribaron
a la siguiente estación. Era el momento para cambiar de vagón o para
interceptarla.
Las puertas se abrieron. Un grupo de
maleantes entró abruptamente y le cortó el paso a Raymundo. “¿Qué traes en tu
maleta carnal?” Él reconocía esa forma de preguntar, ese rostro inmóvil, esa
mirada directa y a la vez perdida, y esa mano oculta en la bolsa de la
chamarra; incluso adivinó la marca de la navaja que el ladrón ocultaba.
Raymundo recordó que en alguna ocasión había sido ese tipo. “¡Nada que te
importe!” La pelea no se hizo esperar. La gente en el vagón estaba asustada,
gritaba, pero ninguno ayudaba.
En el vagón se encontraba un ciego con
un perro lazarillo. El animal comenzó a ladrar, y sin titubeos se abalanzó
contra los maleantes. Con ladridos y mordidas los hizo huir, sin el maletín.
Aunque la pelea le dejó a Raymundo una herida en el costado. Parecía grave, de
hospitalización. “¿Qué hay en esa maleta para arriesgarse así muchacho?
Insensato. Pero no te preocupes, estás en buenas manos”. El ciego le hablaba.
Su perro comenzó a lamer la herida de Raymundo. Mientras limpiaba la sangre con
su lengua, la profunda cortada se iba cerrando.
“Muchacho, tú no quieres saber quién es
la mujer del maletín. Te arriesgas a más peligros como éste. Dame el maletín,
es por tu seguridad.” El ciego comenzó a asustar a Raymundo. Extendió su brazo
titubeante y le entregó el maletín. El ciego y su perro abandonaron el tren en
la siguiente estación. Raymundo también bajó y se quedó en el andén. Pensativo.
Recordó su taxi. Quizás ya se lo habían
llevado al corralón. Buscó las llaves en su bolsillo y encontró trece monedas
de plata. Trece onzas. No entendía cómo llegaron hasta su bolsillo. “Quizás
sirvan para recuperar mi carcacha”. Emergió de la caverna llamada metro, aún
desconcertado por la herida de navaja. Se tocó el costado. Nada. La carne
estaba sana. Suspiró y siguió su camino. Necesitaba un trago y contar su
historia. “¡Total! Plata no nos falta…”
Fin