Fotogradía de Carlos Ortiz |
Por Moisés
Cabo Leyva
Hay que estar
bastante loco para creer que se escribe poesía.
Más loco para
creer que se hace poesía.
Definitivamente
trastornado para creer que se es poeta.
Estoy idiota
porque creo que estoy muchos metros sobre el nivel de la poesía.
No.
No quiero
decir que estoy arriba en cuanto a jerarquía, poder o belleza.
No.
Quiero decir
que estoy en un lugar con cierta altura sobre el nivel del mar.
Ese mar
contaminado que es la poesía.
Y debido a la
altura, respiro mal, pienso mal, camino mal, hablo mal, escribo peor.
Pero esta
distancia me ayuda para darme cuenta que ni hago poesía, ni escribo poesía, ni
soy poeta.
Y aquí desde lo alto, desde la lejanía de lo poético, deliro.
Y bailo o creo que bailo cuando en realidad apenas y muevo los ojos.
Estoy sentado sobre la copa de un árbol que sembré e hice crecer hace tiempo en otro texto.
Y desde esta soledad escribo.
Para recordar
que existe la poesía.
Que lo poético es innombrable.
Que es una
ilusión infantil con la amargura de la vida adulta.
Es el vino, el agua, la sed, el hambre, la comida, el fuego, el hielo, la herida, la excitación, la tristeza, la depresión… la lista infinita de palabras que buscan encajar en un sin sentido que haga sentir o dejar de hacerlo.
Mujer, hombre, bestia, invento… existe. Existe la poesía.
Alguna vez la escuché.
La vi.
La olí.
Me besó.
Me susurró.
Pero no sé decir cómo era, cómo fue, cómo es.
La recuerdo como un sueño que soñé y que por más que quiero no logro recordar.
Desde entonces, cada cierto tiempo, cuando recuerdo que tengo pies y manos y órganos que me hacen vivir esta agonía de ser humano, vuelo varios metros sobre el nivel del mar poético, me siento en este árbol y espero, espero a ver si vuelve a pasar esa cosa extraña y tan poderosa que llaman poesía, la espero, quisiera verla otra vez, escuchar que me susurra, que me besa, que me da o que me quita esta vida que no sirve para nada.