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Los jarrones de cristal en nuestras alacenas. Cuento.


Por Juan Carlos Campechano Carvallo




Una bocinita en la pared nos va llamando. Eso quiere decir que nuestros papás han llegado para llevarnos a casa, como todos los días al final de clases. Pero no estoy feliz, sino intranquila. Vemos como la señorita Claudia, en la puerta, engrapa notitas a las mochilas.  Raúl dice que son reportes, pues a él ya le han tocado. Mi amiga Bere le hace muecas y asegura que son las calificaciones. Yo no sé qué creer. La señorita Claudia está muy alta, callada y no tiene una sonrisa cuando salgo por el pasillo. No pienso quitarme la mochila para leer la nota, así que doy vueltas como un perrito siguiendo su cola.
Cuando subo al taxi de papá, estoy mareada. Llevo la mochila sobre mis piernas, tapando el misterio con las manos. La radio suena fuerte y hace calor, pero no bajo el volumen ni la ventanilla. Quiero estar sola. Quiero saber. Papá me mira de reojo.
-Cariño, ¿todo bien?
Meneo la cabeza para decirle que sí. Luego meneo la cabeza para decirle que no. Y gimoteando, le doy el papel.
Tras un silencio, responde.
-Ya veo. Bueno, pequeña, después de todo es una fiesta. ¿Por qué no ir?  
Confundida. Así me siento.
Hablar de fiesta me antojó los dulces. Papá y yo hemos ido al mercado a comer y comprar. Aquí solo hay puestos de carne, flores, fruta y verdura. Me aburro al no ver dulcerías. Él no entiende porqué necesito ir a casa de mi amigo Daniel en este momento, así que me cuelgo de su pierna y grito:
-¡Palacio de nuez!, ¡Palacio de nuez!, ¡Palacio de nuez!
Sin éxito, repito la escena. Cada vez sueno más fuerte. La gente nos mira. De pronto, aparece un jarrón de cristal frente a mí. Un jarrón muy grande y vacío como regalo.
-Cuánto más ayudes en casa, más dulces habrá aquí. Ese es tu trabajo y tu recompensa. Nada bueno sale gratis.
Lo que dice suena feo, como de ogro, pero me da un beso en la frente. Ahora soy yo la que no entiende.
Papá me llama a la hora de la cena. Dice querer explicarme el trato, si es que me interesa. Hay dulces de por medio. Contesto rápidamente un sí.
-Si mantienes tu habitación en orden, sacas la basura y paseas los perros, ganarás 3 caramelos al día. Puedes comértelos o guardarlos, es tu decisión. Si quieres guardarlos, nos lo haces saber y quedaran en tu jarrón de la alacena.
No me convenció, entonces dije:
-¿Y si estoy en casa de mamá, pero mi jarrón está contigo?
-Nosotros sabremos lo que tienes, para así dártelo. En casa de tu abuela también habrá un jarrón si lo necesitas.
Acepté, muy contenta. Me fui a la cama esperando contarles a mis amigos sobre la fabulosa idea de los jarrones de cristal al día siguiente.
Más temprano que tarde, varios en mi salón tenían un jarrón en su alacena. A Minerva no le gustó la idea. Iba sembrando dudas cuando hablábamos del tema. Decía:
-Yo creo que los papás van a quitarnos dulces cuando tengamos muchos, y no podremos notarlo. Trabajaremos mientras ellos levantan los pies en el sofá.
 Franco, que es muy listo, agregó:
-Pues muy fácil, te guardas uno en el jarrón y el otro bajo la cama, en una caja de zapatos. Yo tengo muchos ahí. Adrián guarda todos en los bolsillos de sus chamarras. Le va bien. El punto es ganarlos primero.
Les dije que no. A mi ya se me había ocurrido y, según papá, no era la forma. No quisieron escucharme.
El día de la fiesta llegó. No recordaba a Mario, pero igual llevamos un regalo. Tuvo sospechosamente demasiados. En su fiesta hubo aguas frescas, un mago con globos, brincolín y piñatas lindísimas. La que más me gustó fue una amarilla con naranja y dorado. Un sol gordo y bonachón. Una piñata de luz para el niño más nublado del mundo. Conseguí muchos dulces por los consejos de papá sobre dónde ubicarme y cómo aprovechar mis habilidades.
Hablamos de Mario en la escuela.
Según mi amiga Bere es un niño abuelito, aunque yo solo vi la calva y nada de arrugas. La mamá de Raúl le había dicho algo de un cangrejo, y él se había enterado más tarde de la suerte que tiene por ser Leo.
En el recreo vimos a Adrián llorando porque los dulces en su chamarra habían pegado la tela, a Franco preocupado de las hormigas en su casa y a Minerva diciéndoles tontos, celosa por nuestros dientes sin caries.
Gané muchos dulces por mi trabajo en casa. Dulces a los que también podía tener acceso en donde hubiera un jarrón de cristal. Incluso pregunté qué necesitaba para obtener una paleta de nieve. Trapear y barrer una semana completa fue la respuesta. Valió la pena porque me adelantaron el pago. Papá dijo que eso era un préstamo.
La señorita Claudia vuelve a estar triste. Va acompañada por el director hasta la pizarra. Ni bien llegan al centro, Raúl pregunta:
-Es por el cangrejo, ¿verdad? Mario me dijo que a lo mejor se iba para siempre.
La señorita Claudia toma valor luego de un suspiro.
Nos explica todo.
Fue difícil.
Raúl llama en la tarde para invitarme a su casa. Dice que irán Adrián, Franco, Bere, Daniel y Minerva. Le digo que estoy triste para salir, pero me convence de hacerlo. Frente a nuestros papás, revela su plan:
-Mario está al otro lado del mundo. Quizá triste. Nunca se enteró de los jarrones de cristal en nuestras alacenas. Pero eso puede cambiar. Es como nosotros y puede disfrutar lo que nosotros. Mucho trabajo es soportar un cangrejo mordiéndote a cada hora. Además, si tiene un jarrón podremos compartir con él. Decirle que no está solo en esto.
 

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