Por Galaxia Guerrero
El
paraguas que nos protegía de la lluvia tiene los agujeros angustiados por la
desesperanza de las mariposas, la calle se ensancha como un ogro con la lengua
sucia, nuestras pisadas escapan con los brazos caídos a un parque con las rejas
abiertas. Una vieja nos observa desde su rostro inexpresivo, casi invisible.
Nosotros estamos sentados uno a lado del otro, sin mirarnos. Cruzamos las
piernas y fumamos perdidos en la contemplación de ese rostro que nos mira como
anunciando algo. Alguien cierra las rejas del parque y guarda las llaves en su
bolsillo izquierdo, perdiéndose bajo la lluvia. Estamos prisioneros pero hace
tiempo que dejó de importarnos, mientras tengamos nueces entre los dientes y un
agua mágica para regar nuestro pequeño jardín desbocado, entonces, sólo entonces
nuestras pisadas levantan los brazos con la falsa alegría de la euforia que
lleva en sus alas el dulce vuelo de quien decide salirse de sí mismo. Afuera de
la jaula todo es blanca desnudez revolcada en espuma, pero al amanecer nuestras
gargantas están secas y nuestros pulmones adoloridos. El día es un muerto que
hay que enterrar en las entrañas de nuestro jardín, para que nadie pueda
mirarlo amortajado con nuestras lágrimas estrelladas en la más desconocida
oscuridad. Cada uno toma su pala y cava hasta que nuestras palas se confunden
sin entender el origen del crimen. ¿Quién mato a quién? Sólo el silencio lo
sabe.
Nuestras
frentes sudan como si quisieran expulsar toda la maldad del mundo que alguna
hada maldita colocó en nuestras cunas separadas por decreto de crueles
constelaciones desconocidas. Porque nosotros nacimos desnudos como flores sin
espinas, hasta que el jardín se nos metió en la frente como un nudo de hierro.
Nos colocamos los hábitos: mujer y hombre, y nuestros cuerpos de plastilina se
amoldaron ciegamente. Ahora nuestros cerebros de plastilina no pueden pensar
sin deformarse y destruirse mutuamente. Pero plantamos flores para honrar a
nuestros muertos, porque en nuestro jardín la muerte es más importante que la
vida.
Agotados
por el esfuerzo de ocultar la sangre en nuestras manos, abrimos el refrigerador
como si fuera la puerta de un templo que pudiera redimirnos de nuestros actos,
luego cantamos y silbamos como animales grotescos hasta que el sueño nos vence
y somos inocentes de nuevo. Algunas veces nuestras sombras se enfurecen sin
saber en dónde quedaron aquellos ojos hechizados que no podían dejar de
mirarse.
En
este momento la lluvia ha terminado, pero seguimos uno a lado del otro sin
mirarnos. El guardián del parque sigue
sin aparecer con la llave, la vieja que
nos observa desde su rostro inexpresivo, casi invisible, suelta una carcajada
que nos hiere. — ¡Al diablo! — pienso, mientras tomo la botella del cuello y
retomamos el vuelo sin importar la caída.
Galaxia
Guerrero