Por Jules Bandalf
El alma de las criaturas
duerme en lugares que -por gusto- decidimos ignorar. En el interior de la tinta
existe el alma de un dibujo que aún no se le ha ocurrido al dibujante, éste
lleva horas, o días, o semanas, o meses sin saber que dibujar.
Una noche siente el
anhelo de salir a caminar después de una lluvia septembrina, cuando el viento
fresco se ha llevado el vapor bochornoso que levantó el agua de la tierra. Para
cubrirse solo tomó una capa ligera, en verdad espera que el frescor le enfríe
la desesperación y los bloqueos.
Va como sombra caminando
por las calles tapizadas de charcos. Algunos tramos se han convertido lodazales
donde festejan los sapos, beben alcohol de sus pequeñas ánforas, comen crías de
de mosquitos como botanas, los moscos y las moscas son sus manjares comparados
con piernas y jamones, las libélulas y las luciérnagas son manjares más finos
pero pecaminosos, pues los sapos tienen prohibido consumir el alma de las
hadas.
El viento y las calles
llevan al dibujante hasta el río, y sus pasos desciende hasta su ribera, donde
hay camino empedrado que se dirige hacia el inframundo, o a un lugar que se le
parece. Las sombras, de árboles y puentes o hasta de unas casas, son umbrales
que sacan a flote temores y aparentes olvidos. Nos regresan a estar con
nosotros mismos en el punto más sombrío de nuestra existencia: la finitud de
nuestra carne, la aún más efímera alma, la pérdida y la despedida, el tiempo
insaciable que se acumula en la piel hasta dejarla colgada en arrugas, las
respiraciones descontadas... Y del olvido surge el temor al olvido, y ese temor
hace que nuestro corazón convierta a cualquier río común en un Río Leteo.
Pero... ¿Existirá un río capaz de hacernos olvidar? Este río terrenal, tan
común, tan cargado de todos los recuerdos y deseos que atesoran la humana
gente, parece estar tan lleno de memoria
que quién caiga en el no morirá ahogado por el agua, sino por el exceso de
pensamientos. ¿Será que el Leteo solo existe en nuestra imaginación? ¿Será que
sabemos, muy dentro nuestro, que esa pesada carga de memoria nos acompañara por
siempre, y solo un río sobrenatural nos librará de una vez por todas?
Sumido en sí mismo, el
dibujante no aguanta más. De la bolsa toma una lámpara que enciende, toma la
tablilla, el grueso papel y el punzón. Traza con la fluidez del agua la fiesta
de los sapos, el festín, el baile de las hadas, el pecado de comer hadas,
larvas, moscas y mosquitos, libélulas y luciérnagas; traza calles obscuras con
unas cuantas farolas, traza el río que lleva al inframundo, traza las almas y
penas que deambulan en sus aguas, traza el recuerdo, el temor y la nostalgia,
traza el amor escondido entre tantas alimañas... con el aspecto y cariño que
solo el dibujante -la dibujante- puede ver.
Con tinta sella su
trabajo y, al fin, tras tanto tiempo de sequía, un dibujo cobra alma y vida. Un
alma solicitada por la misma sangre negra de la que está hecha la tinta.