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Lo ha visto quien ha sido despiadadamente seducido.


"Amapolas" de Claude Monet, 1873

Por Juan Carlos Campechano Carvallo.


La mañana en la que Lorenza Carlota descubrió que su descanso fue plácido en aquel pueblo de tierra húmeda supo de inmediato que el cosquilleo sobre su hombro izquierdo no era nada menos que su intuición. Trató de recordar algún momento en el que, noche con noche, era arrebatada de su estado de sopor, como cuando su garganta seca le obligaba a beber del vaso sobre la cómoda a media madrugada o la vejiga le forzaba a salir de la cama antes de despuntar el alba por culpa del agua ingerida, pero no pudo acordarse siquiera del molesto zumbido de los impertinentes mosquitos una vez tuvo cerrado los párpados. Así que después de tomar la ducha de rutina, ya vestida de falda larga y con la blusa con cuello de encaje, le extendió a su marido la traducción de su sentir:
-Algo nos va a pasar. Y ojala que nos pase pronto para no seguir esperando.
Él estaba revolviendo el tocador, tratando de encontrar entre los peines y el agua de rosas, las cremas y las harinas de talco, su reloj de pulsera. Se vio al espejo después de untarse algo de loción y lo que encontró reflejado dentro del marco le hizo sentir esa resignación inevitable ante el paso del tiempo. Entonces el sonido de un reloj de péndulo llevó consigo siete repiques a lo largo y ancho de toda la casa, haciendo que su mujer se apresurara en hacer la cama para salir a la cocina a preparar el desayuno. Ya estando sin nadie a su alrededor, con las palabras de ella turbándole los pensamientos, recordó una vieja frase que de joven escuchó salir de los labios de su abuelo y la repitió mientras abotonaba las muñecas de su camisa:
-Lo que pasará es que nos pondremos viejos. Eso siempre jode. Pero no hay de qué preocuparse.
Al salir de la recamara comparó su vida de recién casado con la del ahora, que era la de buen cabecera de familia y habilidoso boticario, y se dio cuenta de que, como las hormigas, él y su esposa habían transformado de poco en poco una casita maltrecha en una decente herencia, con los negocios adjuntos de la mercería, que atendía ella, y la botica, que sus padres le dejaron al nieto en el testamento pero de la cual se encargaba él por la falta de interés de parte de su hijo en los brebajes y las pócimas de sanación. Había recuerdos de tiempos pretéritos bien conservados, como el daguerrotipo del día de su boda o los muebles de respaldar tejido que sus suegros les obsequiaron el día que nació Mercedes, su hija, pero él recordaba un tamaño y una distribución diferente de las salas, como en el comedor, en la estancia (que incluso se veía adornada por una modesta araña de lágrimas de cristal), y por supuesto en las habitaciones.
Ya estando sentado a la mesa, melancólico de ver a la hija con la disposición y destreza de toda una señorita en la cocina al pelar la papa, trozar la zanahoria, exprimir la naranja, preparar el pico de gallo y agregarle sal, machacar el ajo para sazonar la carne, lavar los trastes y encima de eso esquivar a la madre con su mediocre tarea de revolver el guiso para que no se pegara a la cacerola, le hizo sentir que dentro de poco no harían más que estorbar en la casa él y su mujer. Pero no fue sino hasta que el hijo entró al comedor, con sus rasgos taurinos de mirada seria y honda, que sintió cosquilleos en el hombro izquierdo.



-¿No crees que ya es tiempo de conseguir un buen trabajo? –le preguntó Rafael a su hijo, a sabiendas de que las sempiternas e inclementes sorpresas del amor con una mujer, aun siendo éstas con la joven y encantadora Isabel Vidal, nunca eran bien recibidas por los hombres poco preparados.
Miguel cruzó la mirada con la de su padre mientras tomaba el café desde el otro extremo de la mesa. Le supo demasiado amargo así que se aclaró la garganta, tomó una cuchara para agregar un poco de azúcar y mientras cabizbajo revolvía la taza, le contestó:
-No te preocupes. La suerte me protege a donde vaya. En el correo estoy y me va de maravilla. Ya encontraré algo mejor en su momento.
-No porque tengas nombre de arcángel vayas a crear que el mismísimo cielo vela por ti –le confesó, poniendo en cada palabra el énfasis necesario.
No dijeron más. Se limitaron a callar y comer en una quietud que incomodaba por sus esporádicos repiqueteos del cristal contra la madera o del metal contra la loza. Al poco rato de la calma, Lorenza y la hija entraron con una jarra de naranjada y sus platos de comida, pero no hicieron más que comentar las tareas que ya tenían listas y las que les faltaban por hacer.
Cada quien hizo lo propio al levantarse de la mesa. Miguel, como de costumbre, alzó las cortinas de acero de la botica y la mercería, y aguardó, recostado en la pared de fuera, a que su padre se asomara por una de las tiendas para poder marcharse a su trabajo. Así que cuando se dio cuenta de una presencia con lentes y de manos en los bolsillos bajo el arco de la entrada, no demoró en pedalear con su bicicleta hasta la oficina de correos. En menos de quince minutos Rafael empezó a atender a los clientes, y así se le fue todo el día entre indicaciones de cómo moler las semillas de mostaza para hacer los cataplasmas o vendiendo las infusiones de valeriana que lo mismo sirven para calmar a las mujeres nerviosas que a los niños impertinentes. En cambio a Mercedes el día apenas y le alcanzó, pues estuvo de aquí para allá sacudiendo con el plumero, de un lado al otro de la cocina para preparar el almuerzo, quitando la ropa del cordel por la llovizna que amenazaba con traer un aguacero y auxiliando a la madre en la mercería. Hacía tiempo que a Lorenza la habían relevado como encargada principal de las tareas domésticas, más no por ello se volvió holgazana, pues siempre ayudaba a planchar la ropa o guardar las sabanas limpias, en perfumar las cajoneras con albaca o cuidar de la leche en la parrilla, aunque preferentemente se pasaba las tardes inventando nuevas puntadas o comentando con las clientas que figuras en el encaje se podían armar para decorar ciertos objetos.
Era noviembre. Era jueves además. Y ya la tarde caía para darle paso a la noche cuando, sin querer, Lorenza escuchó una de las conversaciones entre dos de sus clientas que hojeaban una revista de manualidades de fieltro, en la cual se felicitaban por el buen descanso de la madrugada. Entonces ella lo supo: aquella molestia en su hombro izquierdo no sólo era problema para su familia. Ella no lo veía como un delirio, y mucho menos, como sabía que su marido iba a asegurarle si le comentaba, como un delirio causado por la edad. Le bastaba con saber que no era la única que se sentía ansiosa por las razones del buen descanso, pues a la hija también se le despertó el sentido de la adivinación y con una mirada de complicidad se lo hizo saber a la madre mientras doblaban la ropa. Por otra parte, el hijo, también heredero del don, no se inmutó al salir de casa o al volver ya entrada la noche.
-El amor le cegó hasta la intuición –le dijo a Mercedes mientras separaban los blancos de los colores.
-Lo que pasa es que esa niña con la que está sabe lo que él quiere, y él no se concentra más que en darle todo lo que ella pida –le argumentó a su madre, teniendo en cuenta todos los rumores que sus amigas le soltaban de la bien portada Isabel Vidal.
-Pobre de mi hijo sino se da cuenta. Va a quedar más pendejo que tu tío César una vez se casó.
Decidieron guardar silencio porque escucharon a alguien caminar por el pasillo, y afortunadamente no era el hijo sino Rafael, que había cerrado ya las tiendas y caminaba en busca de una ducha. Ambas, sin decírselo, repasaron en silencio la historia de Isabel y Miguel: ella con unos ademanes refinados y él con la brutalidad de la fuerza en su andar; ella de voz exquisita y él con sus pocas pero justas palabras; ella con trajes de señorita inútil y él con su chaleco y melena castaña repletos de polvo; ella con el humor propio de la monarquía y él con la despreocupación de los que yacen en el cielo. Fue gracias a esas dos últimas premisas que se dieron cuenta de la condición tan descabellada que los unía a ambos: aquella historia se asemejaba a la de una reina sin suerte y un ángel desterrado compensándolo todo con el amor.
Lorenza sintió un poco de lástima por el hijo a la hora de dormir, y sólo la brisa con una nota de amapolas del día anterior la hizo caer de nueva cuenta en un tranquilo letargo. Todo quien oliese aquel exquisito aroma quedaba rendido ante la inevitable necesidad de un descanso inmediato, por lo que muchos de los que no estaban en sus camas quedaron a su disposición recostados sobre uno de los brazos de la poltrona, tirados por el suelo, dentro de la bañera e incluso, como en el caso de un buen equilibrista de circo, balanceándose como un trompo hasta el amanecer.
Cuando Lorenza despertó, el marido ya estaba en pie, presuroso y angustiado. Entonces notó el eco de una campanada del reloj, y sintió pavor porque quizá el tiempo le había arrebatado las oportunidades de hacer tantas cosas y ella simplemente había permanecido dormida, disfrutando de su cómoda serenidad, pero Rafael la tranquilizó al decirle que estaba equivocada en cuanto a lo tarde que parecía:
-Son apenas las ochos. Sólo dormimos una hora de más.
A Lorenza no le importó la cantidad sino el hecho. Hacía tiempo que el día no le alcanzaba para hacer todo lo que ella quería, pues se cansaba con mayor facilidad y necesitaba tomar pequeños descansos entre las tareas, y a la hora perdida la encontró como sinónimo de algún pormenor futuro. Además, aquellas cosquillas sobre el hombro izquierdo no la dejaban tranquila.
La mañana fue de lo más normal, con una lluvia ligera y refrescante. Todos, a excepción de Lorenza, continuaron con la parsimonia cotidiana los quehaceres del día. Ella, en cambio, se dispuso a buscar las razones de su cosquilleo. Le preguntó a más de una docena sobre su descanso de la noche anterior y lo que escuchó fue siempre lo mismo:
-Nunca antes dormí tan bien.
Al volver a casa lo único que encontró fue más sorpresas. La botica y la mercería cerradas a la hora del almuerzo no era algo por lo cual extrañarse, pero al ver al hijo en la estancia el cosquilleo se extendió como un entumecimiento. Entonces entró el marido y se dirigió hacia donde estaba ella. Tenía algo atorado en los ojos que sólo cuando le comentó  a su mujer se degrado su intensidad.
-Tenías razón –le dijo Rafael-. Lo que nos iba a pasar es que tu hijo quiere vender la botica para poder casarse.
Mercedes estaba preparada para socorrer a la madre cuando la vio retroceder el pie y llevarse la mano al corazón. Por fortuna no hicieron falta sus habilidades de enfermera una vez Lorenza sopesó la noticia. Trató de entender al marido, con su preocupación por el sustento que ofrecía la botica al bolsillo de la familia, y a su vez al hijo, aquel ángel despiadadamente seducido que daría todo por su reina.
Se dirigió al hijo, sin recovecos, y lo miró como escrutando la verdad de su sentir. En sus ojos había culpa bien pensada, soportada tan sólo por el consuelo de dejarles la merecería y llevarse sólo sus pertenencias, además de una misteriosa felicidad mezclada con el brillo del recuerdo de su amor por Isabel Vidal. Entonces no pudo más que aceptarlo. Se dio la vuelta para ver al marido, y con una rama del cosquilleo acariciándole el esternón, entonces dijo:
-Esto no es lo que va a pasar. Pero no podemos hacer más que aceptar que la botica es suya.
Por supuesto que el marido rabió. Discutieron de tantas cosas que al final ni bien se acordaban por qué había empezado todo. Ni siquiera Mercedes logró llevarlos al comedor para que cenaran juntos, así que le envió a cada uno mazapanes que había hecho con el nombre del otro y se fue a su cuarto. Escribió por largo rato hasta sentir un olor de amapolas y caer rendida. Apenas eran las nueve. Cuando a Lorenza le llegó el olor sintió que las cosas se les adelantaban, y pegó un grito como resistencia al sueño que la invadía. Rafael y Miguel la escucharon, aunque el último creyó que se trataba de una pesadilla que iba a comenzar y el primero no hizo más que correr hacía donde el aroma para tratar de auxiliar a su mujer.
Durmieron doce horas.
A la siguiente noche el olor de amapolas los alcanzó a todos cuando los relojes marcaron las ocho, dejándoles dormir hasta las diez de la mañana del día siguiente. Y así el olor de amapolas se adelantó en llegar una hora cada día e irse una hora más tarde, por lo que cuando al pueblo sólo le quedaron seis horas de vigilia aquello era una cosa de locos. Todos iban y venían de un lado a otro con la preocupación del tiempo. El caso de la mujer esponja, la que por desgracia todas las noches quedó dormida dentro de la bañera, tan hinchada y arrugada de todas partes por el agua absorbida, fue la consecuencia más tranquila que ofreció el sueño esporádico, pues las muchas muertes de aquellos que caían de las escaleras, se volvían cenizas por el incendio que provocaban sus velas o los que de plano se golpeaban tan duro contra el piso que jamás volvían a despertar, sonaban de tal manera que para muchos el salir de la cama se volvió una señal de intrepidez.
Así que el pueblo entero se reunió una sola vez para hablar de los hechos, cuando aún les quedaban cuatro horas de vigilia. Entre la discusión y los golpes de mazo de la tribuna municipal la muchedumbre reunida no hizo más que exaltarse, y el presidente no tenía tiempo para solucionar los problemas ajenos, así que lanzó un disparo al cielo que mandó a callar a todos de una buena vez. Entonces el presidente, cansado ya de escuchar discusiones, decretó que nadie más podía salir de la cama hasta pasadas las consecuencias, y aseguró que todo acabaría cuando lograsen pegar el parpado un día entero.
A muchos, como a Rafael y su familia, no les convenció del todo la idea de aceptar el sueño, pues sentían que quizá el presidente se equivocaba y en vez de acabar con las rondas esporádicas de aroma a amapolas el destino los sumiría a todos en un descanso del que no habrían de despertar jamás.
-¿Qué no es así? –le susurró un viajero macilento a Lorenza, y las cosquillas con toda ella se quedaron perdidas en algún lugar del espacio, al igual que el remordimiento por no haberle hecho al hijo, de verdad enamorado, aunque fuese una simple comida de compromiso, mientras todos sucumbían ante el olor de las flores somníferas y encontraban un lugar para la eternidad al desplomarse sobre la plaza.

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