José Carlos Becerra en Fotografía tomada del volumen La ceiba en llamas, Álvaro Ruiz Abreu, México, Cal y Arena, casa del tiempo |
Escribir un
nombre sobre un rostro, escribir un rostro sobre una mirada,
esperar la
señal de la noche en el color blanco de unas manos,
retener la
respiración como si fuera un secreto respirar;
no basta.
Un hombre no
es un rostro,
un rostro no
es la superficie de una mirada,
el dolor no es
la piedra de toque del infinito, la argucia de vivir,
la belleza de
unas manos es como un tránsito de guantes, doloroso camino de la memoria a la
verdad, del deseo a los labios.
Cada ruido proyecta
en sí mismo su lado silencioso, su semejanza con una fuente inclinada,
miradas que no
aparentan ríos…
He aquí este
ejercicio alrededor de la vehemencia, la obstinación inconfundible de los
primero temblores,
soñando un
rostro, soñando un rostro como una bella anticipación de la noche,
como una
descarga del abismo de la belleza,
tal vez como
símbolo de un mundo que busca el amor, la apariencia intermedia de lo humano y
lo espejo.
Soñar así,
mirar, sentir el paso de las aguas por los espejos, por las palaras que vamos
diciendo,
por la
caricia, cuando a las manos les nacen alas con forma de preguntas:
soñar asím por
las bocas buscándose,
¿acaso eres tú
esta mujer que beso? ¿Acaso eres tú?
Voz que está
esperando a la noche en la puerta remota de la luna,
voz con
fisonomía de viaje;
las palabras
se cansan de volar y se posan jadeantes en aquello que solamente nombran.
¿Eres tú?
¿Eres tú?
Pero no basta,
no basta
saberlo,
ensayar un
rostro en una palabra, buscar un rostro en una mirada,
intentar
detener un río en la mitad de un abrazo, en la ola de una caricia,
acariciar un
cuerpo en cuya blancura la noche nos sea concedida.
No basta, no
basta saberlo,
respirar como
si fuera cierto que así respiramos,
como si el
aire tuviera la forma de nuestro sueño.
No basta.
Y el silencio
levanta la cabeza y me mira.