Por: Francisco García
Caminaba por una de las
avenidas más transitadas de la ciudad, pasaba por fuera de una tienda
departamental, muy grande, muy concurrida, un lugar donde mucha gente acude,
por las incómodas dificultades de pago que ahí ofrecen. Fuera del local alguien
me pedía, otro me daba y el último protegía que no le quitaran, por supuesto yo
no di, ni recibí, ni quité. Ellos estaban en filita, uno tras otro, no los
separaban ni dos pasos de distancia entre sí, pero detrás del pedir, el dar y
el cuidar estaba lo mismo, el dinero.
El primero era un señor,
como todo mendigo lucía algo sucio, no era muy grande, ni se le notaba a la
vista alguna deficiencia física, parecía que podía estar desempeñando un
trabajo para ganar el dinero que deseaba, pero prefería estirar la mano y poner
cara de tristeza esperando obtener algunas monedas. En seguida, sólo un paso delante,
había una señorita (o bueno, una mujer joven pa’ no entrar en detalles) quien me
daba un volante con información de los “fabulosos descuentos” de un establecimiento,
ella todo lo contrario al primero, era muy guapa, vestida ropa limpia y
provocativa, maquillada y sonriente, pero lo que quería era lo mismo, el dinero
a través de la compra de productos. En seguida, estaban los más desagradables a
la vista, eran dos tipos fuertes, con cara de rudos, con armas largas apuntando
al cielo, portaban lentes oscuros, sacando o metiendo, no lo sé, billetes de un cajero electrónico,
cuidando dinero (que aparte ni suyo es).
Ese insignificante suceso,
me recordó lo que dijo un día el buen Pitágoras “No aspires jamás a la vanidad de ser rico; ya que contribuirías a que
haya pobres”. Pero así es esta sociedad de consumo desenfrenado en la que
vivimos, espero que la próxima vez también en fila uno me pida, otro me dé y el
último se cuide… Que me pida un abrazo, me dé un beso y se cuide de que no le
robe una sonrisa.
Ilustración Raquel García Escobar |